“Mufasa: el Rey León”: animación digital al servicio de los personajes

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Los traumas generacionales pueden provenir de cualquier circunstancia, incluyendo una película. Así lo demuestra una escena que todavía transporta a nueve de cada diez menores de 40 años directo a uno de los momentos más oscuros de sus infancias: el valiente y riguroso Mufasa, amado y venerado por la comunidad animal en la que ejerce su rol de rey, intenta no caer al vacío aferrándose con sus garras al borde de un precipicio, cuando entre las sombras aparece el que probablemente sea el villano más despreciable de Disney, su hermano Scar, dispuesto a darle un empujón directo a la muerte. Es, a su vez, el inicio del periplo de un pequeño Simba aquejado por la culpa por la inmensidad de la sabana africana, del que volverá hecho un adulto y dispuesto a recuperar lo que la ley de la naturaleza mandata que sea suyo.

Dos veces peregrinó el pobre felino, ya que la película de 1994 fue parte del pelotón de clásicos animados que Disney, atento a los caprichos de una cartelera que no responde a nada que no sea conocido, reversionó mediante animación digital en la última década. Misma tecnología aplicada en Mufasa: El rey leónprecuela centrada en los orígenes de la enemistad letal entre los hermanos. Pero lo de “precuela” debe tomarse con pinzas, en tanto la acción comienza con Simba ya convertido en padre y obligado partir en medio de una tormenta por sus obligaciones de monarca. Queda al cuidado de su pequeña cachorra Kiara el mandril Rafiki, tan viejo y sabio como siempre y, a estas alturas de la cronología, listo para entrar al Libro Guinness de los Récords como el ejemplar de su especie con más tiempo vivido.

Refugiados a la espera de que escampe en una cueva junto a Timón y Pumba, el grupo se entrega a un relato del primate, que no es otro que una suerte de biopic oral de esa leyenda en la comunidad que es Mufasa. A partir de allí, la película de Barry Jenkins -el de la oscarizada Luz de Luna, aunque en producciones en las que los directores cumplen roles meramente técnicos podría ser cualquiera- hace lo que todas las biopics y recorre las principales postas de la vida del homenajeado, hasta su consabida coronación. La salvedad está marcada por breves regresos al presente para que la suricata y el jabalí (que también deberían peinar canas) se manden un numerito cómico o alguna de las varias canciones esparcidas por la trama, única razón de sus presencias en el desarrollo narrativo.

En ese pasado Mufasa pierde a su familia de cachorro a raíz de ser arrastrado por una inundación de la que lo salva el leoncito Taka. Mamá Eshe quiere adoptarlo como parte del clan, pero papá Obasi se niega porque está convencido del destino de grandeza que le espera a su retoño. No hay que ser muy inteligente para suponer que Taka podrá tener su sangre, pero no está ni cerca del arrojo y la bravura de Mufasa. En ese juego de opuestos se establecen las bases de la hegemonía de uno sobre otro, un elemento que no por obvio deja de estar construido con una paciencia poco habitual en este tipo de relatos.

Y es que aquí, a diferencia de la primera (la de 2019, no la de 1994, desde ya), cuyo fotorrealismo digital elevado a la enésima expresión obturaba hasta la propia película, sí importan los personajes: los peligros que enfrentan (hay unos leones blancos que quieren morfárselos a todos), el arrojo hacia la aventura por la naturaleza, los lazos, las redenciones y las traiciones. Y ese plato, sabemos, se sirve bien frío.  

Fuente: pagina12

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