Nuestra herencia histórica: revelaciones y paradojas

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Aceptando la sugerencia de Juan José Hernández Arregui, intentemos descubrir qué o quién era España cuando se produjo aquel encuentro y “doble descubrimiento” de culturas y civilizaciones en 1492, sabiendo con el español Miguel de Unamuno que España no era Europa al menos hasta bien entrado el siglo XX. 

Aquella España unificada por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón era la primera potencia de Occidente cuyo poder había sido acrecentado en su territorio “por las armas o matrimonios dinásticos”, como sostiene Hernández Arregui en su tratado sobre “el ser nacional”.

Portugal, Rosellón, los Países Bajos, Nápoles, Milán, Sicilia, Ardena le pertenecían. Reinaba sobre Alemania. Había vencido a los turcos y a los franceses. Era señora de los mares y dueña del comercio mundial, supremacía fundada en su indisputado poderío militar. La expansión imperial abarcaba el África y Asia. Cuando decidió salir de sus muros y buscar el país de las especias en la India, aunque esta vez a través del Océano Atlántico hacia el oeste, era la potencia colonizadora más grande de los tiempos modernos después del Imperio Romano.

“De las naciones de Europa, ninguna como España escaló tan arriba las cumbres del esplendor universal”, reconoce Hernández Arregui. Ese esplendor y poder nunca fue “tan grandioso como el que congregó España”, del que Inglaterra -una vez que le ganó la supremacía en los mares- quiso apropiarse y adelantar “en superioridad civilizadora”. Es difícil entender por qué una parte de nuestra Inteligencia del siglo XIX buscaría fuera de América la “civilización”, cuando era depositaria de una civilización superior heredado tanto de España como de los imperios nativos que nos precedieron. 

Al respecto, tampoco se puede soslayar el carácter y diferencias de uno y otro imperio, en cuya disputa el imperio anglosajón aventajaba al imperio latino en deshumanización, esclavismo, racismo, supremacismo blanco, economicismo y su propia burguesía industrial, que España había desechado en la cruzada religiosa interna, al expulsar a moros y judíos de su territorio al tiempo que lograba su unidad nacional.

A propósito, explica Hernández Arregui: “Los españoles, carentes de tradiciones técnicas, durante siglos en manos de los árabes, no conservaron las industrias y artesanías moriscas, en parte por la prosperidad fastuosa, pero sin base en la propia metrópoli, que le redituaba la explotación de las colonias”, con lo que, poco a poco, se fue diluyendo la grandeza de otrora. 

Esa situación y condición de España anticipaba y prefiguraba la conducta y actitud que tendrían más tarde las clases dominantes parasitarias nativas, herederas también de su antecesora, casta económica y social que no podía desaparecer sino por un acto de voluntad emancipatoria también.

En definitiva, paradójicamente, si por un lado “la unidad religiosa le permitió -a España- ascender a la categoría de nación”, por otro lado, “el logro de la unidad nacional significó a la postre su decadencia con el traspaso improductivo de los bienes confiscados a los nobles y el clero. La mejor artesanía de Europa, abandonada, convirtió en eriales los centros industriales y agrícolas más florecientes de la península”. Al mismo tiempo, “la política impositiva implantada en los dominios, en tanto trataba de compensar las penurias de la economía interna, incubaba los conflictos, que con el tiempo llevaría a las clases adineradas de la colonia al hecho político de la emancipación”. 

España en Nuestra América

Resulta conveniente e imprescindible ponderar los resultados que los imperios dominantes en algún momento de nuestra larga y controvertida historia dejaron en nuestro suelo. 

La conquista y colonización española tenía, al fin y al cabo, el mismo carácter que habían tenido tanto la conquista y colonización azteca al apoderarse del Valle de México, como la de los Incas al adueñarse del Cuzco. En estos casos, tampoco se trataba de pueblos originarios de los lugares donde luego se erigiría la capital de sus imperios, si bien aportarían su cultura a los pueblos dominados o absorberían la cultura de los pueblos dominados, como los mexicas de los toltecas y olmecas, y los incas de chancas, collas, aimaras y quechuas. 

Del mismo modo, el paso de España dejó en América una vasta herencia positiva: mestización, lengua y escritura, las “leyes de Indias” y el derecho romano, las universidades laicas y religiosas y la propia religión católica (que le dio a América la unidad espiritual que toda Nación necesita también para trascender en la historia). 

Por el contrario, Gran Bretaña sólo nos trajo hasta hoy el atraso de nuestra economía y el despojo de nuestros recursos y territorio, sin nada a cambio, de cuyo dominio resulta necesario liberarse también si queremos tener una segunda oportunidad como pueblo y como Nación.

Después de todo, somos herederos de grandes imperios y civilizaciones de la historia: de norte a sur, los mayas, el imperio azteca, el imperio inca y la civilizaciones guaranítica y araucana (entre las más destacadas de América); el imperio romano, que nos legó las culturas greco-romana y judeo-cristiana; y el imperio español, que fuera largamente influido por la civilización arábiga, al que pertenecía además el imperio de Portugal al producirse el doble descubrimiento de 1492, que nos transmitió y legó toda la cultura del Occidente latino. Valorar y asumir dicha herencia y legado nos convierte en el pueblo más completo y rico de la historia. De allí que codicien nuestros recursos y envidien nuestra historia y cultura, pretendiendo nuestra humillación y la subordinación otra vez a designios coloniales.

Cambio de amo  

Pues bien, habiendo logrado Inglaterra el poder de los mares y la primacía económica mundial, aunque no pudo convertirnos en una nueva colonia de la corona británica en 1806 y 1807, lo logró a través de la economía y de la cultura, que es la razón por la que, independizados políticamente de España, fuimos no obstante una semicolonia del imperio inglés: jurídicamente soberanos y económica y culturalmente colonizados. Hoy pretenden quedarse con toda nuestra herencia.

Con el siglo XVIII -escribió Navarrete citado por Hernández Arregui- “acabó también la dinastía austríaca en España, dejando a esta nación pobre, despoblada, sin fuerzas marítimas ni terrestres y, por consiguiente, a merced de las demás potencias, que intentaban repartirse entre sí sus colonias y provincias. Así había desaparecido en poco más de un siglo aquella grandeza y poderío, aquella fuerza y heroísmo, aquella cultura e ilustración conque había descollado entre todas las naciones”. 

Si el imperio español no nos podía legar su industria, que no había desarrollado, el imperio británico emergente jamás nos legaría su industria ni la “civilización” esperada y largamente reclamada por aquellos intelectuales pro europeos y particularmente pro anglosajones del siglo XIX.

Sin embargo, antes de perder lo que le quedaba, España nos legaría de hecho sus genes, su cultura y sus derechos a los nacidos en América, aparte de los conflictos y diferencias sociales, muchas de los cuáles siguen estando vigentes en el presente. Y eso ya no es culpa de España sino nuestra, que no hemos sabido o podido desterrar semejantes injusticias humanas y sociales propias de tiempos pretéritos.

Cabe consignar aquí, dado el debate que todavía se sostiene respecto a los pueblos originarios y la propiedad del territorio conquistado por los españoles, que todos los nacidos en América eran y son los dueños de este territorio, de cuyo patrimonio, los que nacimos después de 1492 -es decir, todos los indo-hispano-americanos- también somos dueños: lo somos por nacimiento y existencia originaria en América. Entonces, la división entre pueblos originarios (más bien antiguos) y los nacidos después de 1492, resulta ficticia y solo es funcional a los que quieren dividirnos y debilitarnos. 

Baste saber que la Independencia de España nos devolvió la soberanía y propiedad sobre todo el Continente y, desde entonces, todo su territorio y cada pedazo de tierra nos pertenece tanto a los pueblos antiguos como a los que nacieron aquí a partir de 1492 hasta nuestros días. 

“El problema étnico, con sus implicancias culturales, existe en la América Latina -coincidimos con Hernández Arregui-. La presencia de indios, negros, blancos y mestizos, es real. Pero la solución del problema es social”, y fundamentalmente nacional en términos latinoamericanos comunes.

Exacerbar la conciencia latinoamericana con preceptos racistas -nos previene el clásico nacional-, es “uno de los manejos del imperialismo a fin de mantener apartados a estos países” y a sus clases sociales nacionales igualmente oprimidas por el poder hegemónico presente. 

Es una verdad irrefutable también que el pueblo criollo nació hace quinientos años atrás heredando los genes y la cultura mestiza y multifacética de su madre indígena y de su padre español. Allí debemos buscar nuestros orígenes y la fuente de nuestra identidad histórica como latinoamericanos, tanto como valorar su incalculable herencia.

Por Elio Noé Salcedo

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