LOS AÑOS SETENTA Y LA NATURALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA

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Termino de leer el excelente trabajo de investigación de Sebastián Carassai “Los años setenta de la gente común (La naturalización de la violencia)”.  No voy hacer una nota sobre el libro, ni un análisis de todo lo escrito por Carassai. Simplemente lo tomo como un disparador para escribir sobre un tema, que para mí y muchos otros, es, en lo personal, un conflicto no resuelto.

Si fuera solamente un tema personal, seguramente bastaría con algunas sesiones de terapia, pero como bien lo plantea Carassai: “Nunca estamos en condiciones de afirmar que un pasado ha sido sepultado para siempre. Cuando se lo cree muerto, apenas está durmiendo. (…) El pasado analizado continúa operando sobre el presente. Provee formas de ver, marcos interpretativos, esquemas de entendimiento, impregnados de una certeza que la realidad no ha hecho más que refutar, pero que en el plano simbólico siempre encuentra puntos de apoyos y terrenos para expandirse: la creencia de que la historia es cíclica, circular, repetitiva. Los años 70 no se repetirán tal y como han sido. Sin embargo, permanecerán allí en el baúl del pasado, tentando a diversos actores a utilizarlos para facilitar o para dificultar la comprensión del presente.”

Hace unos meses descubrí utilizar el Instagram como un nuevo medio para difundir cosas que pienso y escribo desde hace años. Lo positivo de las redes es que permite llegar a miles de personas que difícilmente leerían esta nota. Lo incómodo, es que cualquier habitante de las redes se siente empoderado para impugnar, criticar desde el total desconocimiento, e incluso insultar al autor gratuitamente.

Dos videos que subí -y de mucha difusión-, sobre el por qué Perón en 1955 decidió renunciar y no provocar una guerra civil que nos hubiese costados centenares de miles de muertes, y otro segundo video sobre el asesinato de Rucci por parte de Montoneros. Sobre el primero llovieron los comentarios del tipo: “una guerra civil hubiera resuelto los problemas que tenemos”, “tendría que haber fusilado a todos”, etc. Del segundo: “Rucci era un burócrata, estuvo bien muerto”, “viva la operación traviatta”, “habría que hacer lo mismo con los gordos de la CGT”, etc., etc. En boca de gente que no vivió ni los 50, ni los 70, pero que hacen de reclamos de sangre, con la liviandad de quien, la única sangre que ha visto en su vida, es la de las películas de Netflix.

 Es importante aclarar que la misma convicción de morir, la teníamos para ejercer la violencia en su máxima expresión, que incluye matar. Puesto en palabras suena muy fuerte y cuesta decirlo en primera persona. Pero sí: a los 17 años, yo tenía claro que estaba dispuesto a morir y a matar por la revolución 

Hace un tiempo tuve un intercambio por wasap con una compañera que tiene un cuñado desaparecido. Hablando de la actualidad me dice: “Con este hijo de puta de Milei, la única solución es meterle un tiro en la cabeza…”. Le respondí: “Ahh, ¿vas a ir vos a pegarle el tiro?”. “Obvio que no”, respondió. Pregunté: “Vos tenés una hija de 20 años, ¿le darías un fierro para vaya y se lo pegue ella?”. “No, ni en pedo”, me contestó. “Entonces -le digo- dejate de hablar boludeces porque por ahí, tu hija te escucha y le das la idea de hacerlo”.  He aquí un ejemplo de la reflexión anterior: “un arma es, en sí misma, símbolo de una acción drástica, inapelable, irreversible. A su utilización se vincula la idea de una clausura radical, total e instantánea”. 

En junio del 2020, escribí en Perfil tres notas sobre los “Haters” (odiadores), un fenómeno de la nueva derecha que se estaba expandiendo por el mundo con crímenes de odio racial y/o político. Hice foco -mucho antes que Milei saltase a la arena electoral- en los “influencers” con miles de seguidores que le estaban preparando el terreno a un mesías de la derecha. Hice mención a El Presto, Tipito Enojado y Álvaro Zicarelli. Terminaba diciendo que, si bien ninguno de ellos iba a empuñar un arma, “en los entresijos de las redes sociales puede haber más de un candidato a “hater” que un día, tal vez crea que llegó el momento de la redención final, y salga con un fusil a cometer un atentado”.  Y, dos años después, se cumplió mi desagradable profecía. Por suerte no fue un fusil, sino una pistola fallada que el lumpen Sabag Montiel, instigado por su novia Brenda Uliarte (y no sabemos por quién más) disparó contra Cristina Fernández de Kirchner. No por casualidad, Brenda era fanática seguidora de El Presto, y según se ventiló en el juicio, se había acostado con él y lo “psicopateaba” a su novio con que El Presto era mejor amante que él.

 La publicidad de marcas de cigarrillos, autos, ropa, utilizaba las imágenes de hombres y mujeres con armas cómo forma de promocionar sus productos 

Si bien en esta nota reflexiono sobre la violencia guerrillera de los setenta, la idea básica del “arma como símbolo de una acción drástica, inapelable, irreversible” no es exclusiva del pensamiento de izquierda. Incluso no olvidemos que en los setenta muchos importantes cuadros guerrilleros habían hecho sus primeras armas en Tacuara ejerciendo violencia contra sus “enemigos” judíos y comunistas.

La generación setentista, ¿cuántos fueron?

Está demasiado instalada la idea de “la generación del setenta”, como si todas las personas nacidas en la década del 50, hubiesen sido militantes políticos y gran parte guerrilleros. Cassarai nos sitúa claramente en que la juventud militante fue, básicamente, un fenómeno de las clases medias y altas universitarias. Quedan fuera de ese concepto de “generación militante” la gran mayoría de la clase trabajadora, y también la mayoría de la clase media y alta no militante.

Sirve analizar espacios más reducidos que el de las grandes ciudades donde el concepto de masividad se confunde. Voy a tomar el caso de Pergamino, mi ciudad de nacimiento y militancia hasta los 18 años. En esa época tendría unos 80 mil habitantes y no existía universidad, los jóvenes se iban a estudiar a Rosario, La Plata o Buenos Aires. Entonces, los militantes nativos éramos estudiantes secundarios, y algunos más que no fueron a estudiar lejos. Previo al 73, en dictadura de Onganía, los militantes sumando todos los grupos desde la izquierda hasta los radicales, éramos no más de 40 o 50 y nos conocíamos todos. En conjunto armábamos marchas y quilombos como el Pergaminazo y otras manifestaciones. Las marchas arrancaban del microcine de Luz y Fuerza, allí sumaba la CGT. Juntábamos 1500 o 2000 personas, que, para enfrentar a los policías gordos del pueblo, daba una pelea pareja. Tiempo más tarde, quienes formamos la primera célula montonera, fuimos 5 o 6, que nos desarmamos a inicios del 74, y en el 75, se armó otro grupo montonero de 5 o 6 pibes, más chicos que nosotros, que lamentablemente los desaparecieron a todos. Si tomamos los dos mil que ocasionalmente se sumaban a las marchas, hablamos del 2,5% de la población, pero si tomamos los 50 militantes activos ya sería un ínfimo 0,06%. Cualquier cuenta que hagamos, nos va a dar, que incluir a toda una generación, será excesivo siempre. Y, si estudiamos otra ciudad similar de cualquier provincia, nos vamos a encontrar con números muy parecidos.

La naturalización de la violencia en los 70

Entre los grupos de jóvenes vinculados a la militancia de los setenta el contacto con las armas y el lenguaje fueron convirtiendo a la violencia en un acto familiar. Entre viejos militantes cada uno puede contar decenas de anécdotas. No hace mucho le pregunté al Pato Balestieri, un veterano de aquellos tiempos, si sabía quién le puso la bomba a la Unidad Básica “Gerardo Ferrari”, y me respondió con humor: “Y qué se yo… vos viste Aldo, en esa época, una bomba no se le negaba a nadie”. El jefe montonero Carlos Hobert (caído el 17 de diciembre de 1976) solía repetir también con humor caustico: “para un guerrillero la muerte en combate viene siendo un accidente de trabajo”.

Quienes escribimos sobre esos años, como referencia del clima de época que sirve de caldo para el nacimiento de la violencia, normalmente mencionamos la Revolución Cubana, la guerra de Vietnam, la revolución argelina, el Mayo Francés, las muertes de Camilo Torres y el Che.  Todos hechos de fuerte contenido ideológico. Lo novedoso que describe Carassai son otros aspectos culturales de la época que asociaban el uso de las armas con la hombría, la aventura, la seguridad, y la disposición a tomar soluciones drásticas.

 Siempre recuerdo que a esa edad (16/17 años) yo tenía la convicción de que iba a morir muy joven. Jamás pensaba llegar a lo que soy hoy. Pensar en llegar a viejo, con casa, familia, auto y una vida burguesa era una idea casi despreciable 

Algunos ídolos populares, como Monzón y el Beto Alonso, aparecían en revistas pasatistas retratados con armas en la mano. En el lenguaje publicitario de la primera mitad de la década del 70, las armas invadieron el espacio simbólico junto a mercancías y personalidades. La publicidad de marcas de cigarrillos, autos, ropa, utilizaba las imágenes de hombres y mujeres con armas cómo forma de promocionar sus productos. Hasta las revistas como Para Ti y Claudia dirigidas al público femenino ilustraron con escopetas revólveres y frases con una retórica de violencia, notas dedicadas a prendas de gamuza y cuero.

Las publicidades de mujeres con armas eran, por un lado, síntoma del cuestionamiento que desde los años 60 se venía produciendo en torno a los roles femeninos tradicionales. Aún en un aviso en que la mujer aparece realizando tareas domésticas, tanto el cigarrillo como el arma, traducen un ideal femenino diferente a la imagen típica de la ama de casa.

Las armas se asociaban a actividades que denotaban estatus y prestigio social como la caza o la práctica de tiro, y eran utilizadas para realzar valores como la amistad o para indicar un estilo de vida aventurero y arriesgado, e incluso como metáforas de sensualidad y seducción.

La gran novela televisiva de la época (72-73) “Rolando Rivas, taxista”, protagonizada por Claudio García Satur, incorporó en su trama a Quique Rivas guerrillero, que era hermano del protagonista principal. Si bien el mensaje era de condena moral a la violencia guerrillera, introducía el tema en la mesa familiar y no dejaba de tener una mirada comprensiva e indulgente hacia Quique, que finalmente moría en un enfrentamiento con la policía.

Cuidado, no estoy afirmando que quienes tomaron armas en los 70, lo hicieron inducidos por la publicidad de cigarrillos o por una novela. Estoy comentando una visión novedosa que plantea el libro de Carassai, que, según mis recuerdos personales, es absolutamente real, pero que, en general, no está incluida en los análisis de la época.

El mandato sacrificial y la decisión de matar

Los adherentes a la lucha armada en los 70 proveníamos mayoritariamente de dos corrientes de pensamiento. El catolicismo tercermundista y la izquierda marxista pro-cubana. Los jóvenes que nos formamos en la Iglesia setentista crecimos con la idea del martirio revolucionario o mandato sacrificial. Para un cristiano “el martirio es un don, es una gracia. Morir mártir es, ante todo, una gracia que el Señor otorga a quienes quiere en modo muy especial”. Para los marxistas el Che enseñaba: “en cualquier lugar que nos sorprenda la muerte bienvenida sea (…) morir bajo las enseñas de Vietnam, de Venezuela, de Guatemala, de Laos (…) será igualmente glorioso y apetecible…”. Para un cristiano era “un don, una gracia”, para un marxista era “glorioso y apetecible”.

Mi historia personal, es similar a la de muchos jóvenes, que en los 70 abrazamos la idea de la lucha armada. Desde niño participé en los aspirantes de la Acción Católica, oficiar de monaguillos, campamentos, cultivar la vida al aire libre y el espíritu de aventura. A los 14 años pasamos a los grupos juveniles cristianos. Y a la vez, algunos nos involucrarnos en las luchas de época (69/70), manifestaciones callejeras, pintadas nocturnas, volantes clandestinos. Un día en un encuentro de jóvenes católicos tomé contacto con un cura que ya estaba vinculado al peronismo de la resistencia y pegué un salto casi sin escalas. A los 17 recién cumplidos, tuve mi bautismo militante, allanamiento por el Ejército, detención. A los pocos meses ya estaba “encuadrado” en Montoneros y era un militante tiempo completo en mi zona como jefe de la UES.

 El jefe montonero Carlos Hobert (caído el 17 de diciembre de 1976) solía repetir también con humor caustico: “para un guerrillero la muerte en combate viene siendo un accidente de trabajo” 

No matarás

En el 2004 el filósofo y poeta Oscar del Barco,publico en la revista cordobesa Intemperie, su carta abierta: “No mataras”; la cual originóun profundo debate entre intelectuales y militantes de la época El origen de la carta fue el testimonio de Héctor Jouve, uno de los sobrevivientes del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), dirigido por Ricardo Masetti, que operó en Salta en 1964. Jouve relató que los militantes, Adolfo Roblat, alias “Pupi”, y Bernardo Groswald, fueron fusilados por orden de Masetti, por haberse se quebrado física y emocionalmente al no resistir el esfuerzo de la selva.  Del Barco quien había sido apoyo urbano del EGP, asumió como propia la “culpa del asesinato de Pupi y Bernardo”.

Esa carta de del Barco generó una muy interesante polémica sobre las distintas posiciones, que fueron publicadas por la revista Intemperie. Entre ellas rescato unos párrafos del sociólogo y ensayista Christian Ferrer que contiene una mirada muy crítica hacia esas visiones de izquierda tan difundidas y aceptadas. Dice Ferrer:

“No es tan fácil matar. La inmensa mayoría de las personas que viven en el mundo jamás lo ha hecho y probablemente nunca lo hará. (…) Para poder matar, primero es preciso estar enrolado en profesiones legitimadas o especializadas en el arte de matar: se debe ser verdugo, policía, militar, mercenario, linchador, sicario, terrorista, torturador, o bien revolucionario –según se desprende de ciertos argumentos enviados a La Intemperie a modo de contestación a Oscar del Barco-. Y cada una de esas profesiones viene pertrechada con su correspondiente preámbulo justificativo. Pero, sobre todo, a fin de erradicar a un ser humano de este mundo es preciso disponer de permiso para matar, es decir de una venia para hacerlo. Así, hay quienes matan en representación de un partido o de una nación; y otros en nombre de una religión o de una ideología; y aún otros en nombre del Estado o de una etnia; y no faltan quienes matan en nombre de la raza o del “contexto histórico de la lucha de clases”. Unos matan para mantener el viejo orden y otros con el objetivo de conquistar y luego salvaguardar un orden nuevo. En cambio, las personas que deben darse permiso a sí mismas para matar, raramente se lo conceden. Casi nunca. (…) En fin, lo que está en discusión es la legitimidad de la existencia de la izquierda, si es que sus predicadores no remueven las viejas certezas, una de las cuales supone que hay personas en el mundo a las que es lícito matar, sean ellos enemigos, subordinados, antiguos aliados, descontentos y así hasta llegar a los indiferentes y los tibios.”

Además de este planteo de Intemperie, hubo distintos intentos de poner en debate estos temas, puedo mencionar los libros: “Conversaciones en el exilio”, de Cacho el Kadri y Jorge Rulli; “Conversaciones con Juan Gelman”, de Roberto Mero; los textos de Pilar Calveiro, Claudia Hilb, Ana Longoni y la investigadora chilena Olga Ruiz; la revista “Lucha Armada en la Argentina”, dirigida por Sergio Bufano y Daniel Rot. Seguramente hay algunos más que no recuerdo o no conozco. Pero la naturalización de la violencia en los 70, sigue siendo un tema tabú, un debate que se esquiva con diversos argumentos cancelatorios, entre ellos, el de no evocar a “los dos demonios”. El libro de Carassai viene a aportar a este debate. Bienvenido sea.

Por Aldo Duzdevich

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