Nacida en 1889 en un bar de San Francisco, la fonola evolucionó hasta convertirse en el jukebox, un ícono cultural que revolucionó la industria musical.
En 1889, un pequeño bar de San Francisco llamado Palais Royale presentó una novedad que cambiaría para siempre la forma en que el público escuchaba música: una versión modificada del fonógrafo de Edison que, a cambio de una moneda de cinco centavos, reproducía una canción grabada en un cilindro de cera.
El invento, aunque rudimentario, causó sensación. La falta de amplificación eléctrica obligaba a los clientes a escuchar la música a través de tubos similares a un estetoscopio, que debían limpiarse entre usos para evitar los restos de cera de oído. Pese a lo incómodo del sistema, el negocio fue un éxito: en menos de seis meses recaudó más de mil dólares —equivalentes a unos 34.000 actuales— y dio origen a una fiebre de máquinas musicales en bares, farmacias y salones de escucha en todo Estados Unidos.
Sin embargo, la pobre calidad del sonido limitaba el repertorio a piezas potentes, como marchas de John Philip Sousa o canciones interpretadas por el silbador John Yorke AtLee. Con el avance del siglo XX, las fonolas perdieron terreno frente a los pianos automáticos, capaces de llenar un local con música sin necesidad de que los oyentes se introdujeran tubos en los oídos.
La verdadera revolución llegó en la década de 1920. En 1927, la empresa Automatic Musical Instrument Company presentó el primer fonógrafo amplificado y con múltiples discos. Nacía así el antepasado directo del jukebox. El término “jukebox” se popularizó en los años 30, inspirado en los juke joints del sur estadounidense, locales donde la comunidad afroamericana se reunía para bailar y escuchar música.
Por primera vez, la música era realmente “a demanda”: por unas monedas, cualquier cliente podía elegir su canción favorita en un equipo de sonido de calidad superior al que tenía en casa. La industria discográfica comprendió rápidamente el potencial del nuevo medio y comenzó a producir grabaciones pensadas para las barras y cafés de la era posterior a la Prohibición. Polcas, swing y big bands dominaron los repertorios, lanzando a la fama a artistas como Glenn Miller y sentando las bases del country, el rhythm & blues y el rock and roll.
Según un artículo de Smithsonian Magazine, hacia los años cuarenta, los operadores de jukeboxes representaban la mayor parte de las ventas de discos. Sus máquinas, equipadas con medidores, les permitían registrar qué canciones eran más populares en cada zona, combinando éxitos nacionales con temas locales o de géneros marginales —como el blues o la música rural afroamericana— que rara vez sonaban en la radio, pero encontraban oyentes fieles en los bares.
En plena Segunda Guerra Mundial, las jukeboxes se transformaron en una fuente vital de entretenimiento en bases militares y cantinas de soldados. Algunos equipos fueron donados por los propios fabricantes, mientras empresas como Wurlitzer adaptaban sus fábricas para producir armamento.
Tras la guerra, las jukeboxes se reinventaron con diseños coloridos y estilizados, como el célebre modelo Wurlitzer 1015 “Bubbler”, lanzado en 1946. En los años cincuenta, se convirtieron en símbolo de la cultura juvenil: en los diners, los adolescentes podían elegir sus canciones de rock and roll con la misma facilidad con que pedían una hamburguesa o un batido. La dinámica de “éxito tras éxito” inspiró el formato de la radio Top 40, que definiría la programación musical de las siguientes décadas.
El auge comenzó a declinar a partir de los setenta, desplazado por los equipos de alta fidelidad, la televisión y las radios portátiles. En 1982, la prensa estadounidense anunciaba la “melodía que se apaga”: el número de jukeboxes había caído a menos de la mitad respecto de los años cincuenta, mientras los videojuegos dominaban el entretenimiento de monedas.
Pero el espíritu de la fonola sobrevivió. Hoy, los jukeboxes digitales siguen presentes en bares y restaurantes, conectados a catálogos infinitos en línea. Y la idea que los vio nacer —ofrecer al público una selección musical colectiva, pagada o no— sigue marcando el pulso de nuestra vida sonora cotidiana.
Fuente: Noticias Argentinas