No hace falta más que mirar algún antiguo mapa americano para corroborar que nuestra historia se ha desenvuelto en un territorio que alguna vez formó parte de una unidad mayor. Frente a esa constatación surgen, inevitablemente, algunos interrogantes: ¿Qué pasó con esa unidad? ¿Quiénes y cómo instalaron las fronteras artificiales que dividen hoy las veinte naciones hermanas de América del Sur? ¿Esa división es solo resultado del infortunio o lo es también de la derrota nacional y la actitud balcanizadora de los distintos imperialismos?
La primera respuesta surge casi de una obviedad: somos argentinos porque fracasamos en el intento de ser latinoamericanos.
El espíritu de nuestros grandes Libertadores Bolívar y San Martín era el de una emancipación continental; sus ejércitos lucharon juntos contra la reacción absolutista antes de dividirse en argentinos, chilenos, colombianos, venezolanos, etc. Hasta 1810 lo que hoy conocemos como Argentina formaba parte de la América hispana. Entender qué pasó con ella y responder a la pregunta ¿Por qué América Latina no es un país? debe llevarnos a reflexionar sobre aquel pasado, sus luchas emancipatorias y sus legados para las contiendas políticas del tiempo presente. Para ello pondremos sobre el tapete los proyectos en pugna, es decir, mostraremos a los actores que representaron el drama histórico de aspirar a la Patria Chica por oposición a aquellos que dieron sus ideas y sus vidas para forjar una conciencia nacional latinoamericana y una Patria Grande.
Para comenzar, examinaremos brevemente la situación del Imperio español a fines del siglo XVIII. España era un país atrasado que -a diferencia de las otras potencias europeas– tenía una débil burguesía, siempre derrotada en los pocos intentos de arrebatarle el poder a los feudales (comuneros de Castilla-hermandades de Valencia). El núcleo duro del poder era la unión entre la monarquía, la Iglesia y la nobleza parasitaria. Toda la vida económica de la nación se sustentaba en los galeones cargados de metales que cruzaban el Atlántico.
El absolutismo monárquico tuvo su máxima expresión en el rey borbón Carlos III. Generador de leyes y reformas que apuntaban a la modernización de España, debió luchar contra las grandes fuerzas feudales en una puja y un compromiso permanente que se logró a costa de mantener en cero el desarrollo industrial. El monarca intentó contagiar a España del espíritu de modernidad que soplaba desde la Francia revolucionaria.
El despotismo ilustrado español de Carlos III, rodeado de brillantes ministros (Conde de Aranda, Floridablanca, Campomanes, Jovellanos) intentó modernizar el país “desde arriba”, utilizando la formula “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Sus principales medidas fueron: comercio libre con todos los puertos libres de España y América y la expulsión de los jesuitas. Esta orden era vista como el enemigo papal ya que conformaba un verdadero estado dentro del estado. Sus acciones estaban en franca oposición al regalismo borbónico que rápidamente se convenció de que no podría controlarlos y de la necesidad de capturar el cuantioso patrimonio económico de la orden en América.
Carlos III realizó también reformas políticas creando nuevos virreinatos que se sumaron a los antiguos de Nueva España y del Perú. Creó las capitanías generales de Venezuela (1761) y Cuba (1764). A partir de 1782 los virreinatos fueron divididos en Intendencias. Al intentar suprimir la venta de cargos, el rey trató de recuperar la influencia perdida en manos de las elites de las antiguas ciudades coloniales que lograban hacer hereditario el cargo de cabildante. Los Borbones intentan profesionalizar el ejército y fortalecer la marina. Para ello, crean nuevas bases navales (Montevideo, San Juan de Puerto Rico y Talcahuano).
En el marco de esas reformas se crea el Virreinato del Río de la Plata. Hasta 1776, el actual territorio argentino había formado parte del Virreinato del Perú. Buenos Aires será la capital de la nueva entidad política. A su vez, se lo subdivide en ocho intendencias: La Paz, Cochabamba, Charcas, Potosí, Asunción del Paraguay, Salta del Tucumán, Córdoba del Tucumán, y Buenos Aires y cuatro gobernaciones político- militares (Montevideo, Misiones, Moxos y Chiquitos). Entre 1778 y 1794 se crean la Aduana, la Audiencia y el Consulado de Comercio.
El Río de la Plata es un claro ejemplo de cómo las reformas borbónicas intentan aunar objetivos políticos y administrativos. Desde lo político, por el lugar estratégico que representa para el comercio la desembocadura del Río de la Plata. En el plano administrativo, se busca facilitar el control y la fiscalización de la vida política y económica.
Es en ese marco en el que demos ubicar las invasiones inglesas. Gran Bretaña, en pleno proceso de desarrollo industrial, necesitaba nuevos mercados para sus manufacturas. Esta situación se profundiza en 1806 frente al bloqueo continental que Napoleón impone cerrando los puertos para evitar el ingreso de sus manufacturas y así debilitar a su enemigo británico.
Los ingleses invaden el Río de la Plata en junio de 1806 con mil quinientos soldados al mando de Sir Home Popham. Las tropas estaban comandadas por el General William Beresford quien ocupó la ciudad mientras el virrey Sobremonte huía hacia Córdoba. Los principales focos de resistencia fueron organizados por Pueyrredón y Santiago de Liniers quien cruzó hacia la Banda Oriental buscando reunir una fuerza militar capaz de derrotar a los británicos.
El 12 de agosto de 1806 con las tropas al mando de Liniers se inician combates intensos en la zona de Retiro, que obligan a los británicos a refugiarse en el fuerte y a su posterior rendición el 14 de agosto. Luego de la derrota los vecinos de Buenos Aires, reunidos en un Cabildo Abierto, deciden deponer a Sobremonte y nombrar virrey a Liniers.
Un año más tarde se producirá una nueva invasión. El 28 de junio de 1807 el general John Whitelocke al mando de ocho mil soldados desembarca en Ensenada arrollando a las fuerzas que le presenta Liniers en combate en la zona del Riachuelo y Corrales de Miserere. El 5 de julio los británicos entran en la ciudad siendo hostilizados por la población y dando origen a la resistencia urbana conducida por Martín de Álzaga. Esta resistencia popular obligó, nuevamente, a los británicos a rendirse.
Las invasiones inglesas serán, entonces, la primera manifestación de guerra nacional en el Río de la Plata. Allí, en el origen de las milicias y el consecuente proceso de militarización, debemos buscar no solo la génesis del ejército sino también el
sentimiento de nación que se robustece combatiendo a las tropas británicas. Serán estos hombres (terratenientes, tenderos e intelectuales), que aprenden a manejar las armas combatiendo contra una fuerza que habla una lengua extraña, los que abren el camino a los sucesos de Mayo.
En España, la muerte de Carlos III y la llegada al trono de Carlos IV y el preferido de su esposa, Godoy, vuelven a enfrentar a las dos tendencias en pugna en el gobierno español: el liberalismo borbónico y la reacción feudal.
Este hecho es fundamental para comprender el desarrollo ulterior de los acontecimientos: En Buenos Aires se encontraban presentes, antes de 1810, ambas tendencias. Por un lado, la burocracia virreinal íntimamente ligada a los comerciantes monopolistas a su vez relacionados con los reaccionarios de la metrópoli (España negra). Por otro, la pequeña burguesía liberal, discípulos de los ministros de Carlos III y de tendencia modernizadora primero y revolucionaria después (Belgrano) junto a una incipiente pequeña burguesía jacobina (Moreno-Castelli).
En su lucha contra Inglaterra, Napoleón Bonaparte invade España en 1808 y lleva a la península los vientos de los nuevos tiempos: capitalismo, código civil y relaciones burguesas de producción. Todo el edificio dinástico se cayó como un castillo de naipes generándose – vía Godoy – un apoyo del sector ilustrado de la nobleza liberal española, “los afrancesados”, a Bonaparte. Estos comulgaban con las ideas económicas de la burguesía, pero no así con la idea de la soberanía popular.
Es en este cuadro de descomposición del poder dinástico español -absolutista pleno o afrancesado- en el que debemos ubicarnos para entender la Revolución de Mayo.
Por: Maximiliano Molocznik.