El 10 de septiembre de 1979, a las 16.30, aterrizábamos en el Aeroparque Jorge Newbery. El vuelo debía llegar a Ezeiza, pero la dictadura cambió de planes. A partir de ese momento todo se precipitó. Lo que empezó siendo una improvisación se confirmó como un “espectáculo” perfectamente diseñado. Nos subieron a unos helicópteros Apache para volar hasta el estadio de Atlanta.
En Villa Crespo estaba el epicentro que marcó el inicio del “jolgorio”. La Comisión de Derechos Humanos de la OEA se encontraba en esos momentos en el país, por lo cual había una urgencia política por habitar la celebración y la creación de una atmósfera festiva que abrazara la realidad hasta estrujarla. Todo resultaba de un fervor desmesurado, de un contagio febril de cartón piedra espoleado por los medios. Mucha gente salió a la calle a festejar espontáneamente la obtención del título Mundial Juvenil en Tokio, pero con el paso de las horas la “fiesta” se fue desnudando como lo que realmente fue: un atrezzo de carácter renacentista diseñado para ocultar un genocidio.
Subidos a los micros, desfilamos por la Avenida Corrientes como héroes de la “nueva modernidad”. En la Casa Rosada nos esperaba Videla, donde el genocida hacía su vida y deshacía la vida de los demás. Había muchos ojos en blanco en muchos cuerpos oscuros en esa Casa de Gobierno. Con el paso de las horas fuimos pisando todas las alfombras, todos los pasillos, todos los despachos. Estrechamos todas las manos, y aguantamos todas las sonrisas. Es lo que tiene el éxito desmesurado: uno no para de ver dentaduras. Con la noche cerrada la plaza se fue vaciando, y el asesino se fue a dormir el sueño de los elegidos. Fue entonces cuando la “fiesta” acabó de morir acompañada por el rocío de la madrugada.
Unos días después del recibimiento se presentó en mi casa una señora mayor. Quería saludarme y hablar conmigo. Me comentó que vivía en el barrio, cerca de la cancha de Vélez. Que el otro día había estado en la Plaza, en un rincón, observando la fiesta. Que me conocía del fútbol, y de la escuela cercana a su casa. Me felicitó por el titulo, y luego de un breve silencio me dijo algo así: “Mi nieta estudió contigo en ese colegio. Estaba en una clase superior. Hoy no sabemos nada de ella. Se la llevaron en octubre del 77. Fui a la Plaza para ver el ambiente, lo que se decía, lo que se gritaba, lo que se pensaba. Quería comprobar por mi misma como se comportaba la gente. Sufrí mucho, sentí mucha rabia, mucho dolor, pero también algo de alegría por ustedes. Necesitaba decírselo”. Antes de marcharse me pidió si podía averiguar algo de su nieta, y luego susurró: “Para estos asesinos estamos ‘locas’. Es verdad. Estamos locas, pero por saber”.
Siempre me ha acompañado el recuerdo luminoso de esta abuela. Sus palabras, su mirada, sus reclamos. Hoy ya no está con nosotros. Cada cierto tiempo la veo en ese rincón de la Plaza, sola, poderosa, con la gente festejando a su alrededor y ella en silencio, con su nieta en las entrañas y esa tristeza irreparable de los sometidos sin respuestas, sin pasado y sin olvido. Sólo, pidiéndole a la vida un poco más de vida.
Fuente: José Luis Lanao Pagina 12